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Astuto como zorro: Parte 3

Astuto como zorro: Parte 3

El bardo acarició las cuerdas de su instrumento, emitiendo unas notas que evocaban un espeluznante presentimiento. Complacidos de que el tiempo de descanso del cuentacuentos hubiera concluido, los parroquianos de la taberna le prestaron una embelesada atención a medida que la música inundaba la atmósfera.

«Entonces, como iba diciendo, las turbias profundidades de la sima no dejaban adivinar lo lejos que estaba el río. Había buena altura, sin duda, pero no resultaría letal. Marin se vio despedido hacia aquel gélido torrente, cayó y se zambulló, y terminó empapado hasta los huesos. Tomaba aire cada vez que el río se lo permitía, pues este lo conducía a toda velocidad por pasos subterráneos y cavidades sin cesar en su descenso hacia lo más profundo de las catacumbas. El río perdió fuerza y sus aguas remansaron y se hicieron lo bastante someras como para que nuestro héroe lograra arrastrarse hasta la orilla...»

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El descenso a través del turbulento río había sido toda una odisea, así que Marin se concedió un tiempo para expulsar unos cuantos tragos de agua y recuperar el aliento. Evaluó los daños (orgullo herido, algunas contusiones y chichones) y trató de ubicarse un poco.

HS12-173_InBlog_EK_300x383.pngEl río lo había dejado en la «orilla» de una gruta en la que brotaban enormes setas de un morado y un azul resplandecientes; el aire estaba impregnado de su aroma ligeramente acre. Ya había oído hablar antes de sitios como aquel —se podían encontrar bosquecillos repletos de hongos resplandecientes con propiedades extrañas en las catacumbas— pero no había tenido la ocasión de explorarlos. Se decía que el señor fúngico Ixlid frecuentaba esos lugares, lo que Marin consideraba razón suficiente para evitarlos.

HS12-111_InBlog_EK_300x383.pngConforme caminaba entre las desproporcionadas setas, una de ellas se desarraigó del suelo y dio unos pasos hacia Marin. Era una monada, pero Marin no seguía vivo por fiarse de las apariencias. Guardaba las distancias, tratando de ahuyentarla.

«Tendrás mejores cosas que hacer. Asuntos fúngicos de extrema importancia. ¿No? ¿En aquella dirección, quizás?». La voz de Marin se mostraba reconfortante, con la esperanza de convencer a la rechoncha criatura de que él no era ninguna amenaza.

Mientras hablaba, la criatura se lo quedó mirando e inclinó la cabeza a un lado, inquisitiva. Se detuvo un instante y, a continuación, estalló en un alarido ensordecedor y punzante. Marin sintió como si el sonido le hubiera propinado un golpe físico, y se alejó dando tumbos, retorciéndose de dolor y agarrándose las orejas.

¡Tal disonancia llamaría una atención nada deseable! Tapándose los oídos, Marin se refugió del sonido en una galería cercana, perseguido por el eco que provocaba el chillido.

Cuando al fin consiguió alejarse de la criatura, el sonido acabó por desvanecerse. Transcurrieron minutos enteros de bendito silencio. Marin se tomó unos instantes para recuperar el aliento, mientras pensaba que a lo mejor había tenido suerte y que, de algún modo, aquellos espantosos gritos no habían llamado la atención de ningún otro visitante.

HS12-147_InBlog_EK_300x383.png «¡Alto, rascatúneles!», le increpó una voz a sus espaldas desde el interior del túnel.

Se equivocaba.

Siempre que Marin entraba en las catacumbas, esperaba que le sorprendieran. El sitio se las apañaba para pillarlo con la guardia baja de vez en cuando: un kóbold bajaba por el pasillo pavoneándose. Agitaba un alfanje e iba vestido de pies a cabeza como el capitán de un barco. El lugar de una de las manos del kóbold lo ocupaba un cabezal de pico de minería (en vez del típico garfio). El sombrero del capitán estaba repleto de candeleros con velas encendidas, y tenía algunas más enredadas en la barba, con las mechas encendidas.

Al ver que la criatura de los ropajes extravagantes y una mezcla variopinta de seguidores de similar excentricidad se aproximaban a él, Marin se colocó en posición de combate. El kóbold miró a Marin de arriba abajo con una expresión de deleite en su ajado rostro y enfundó su alfanje. «¡Por barbas de Neptulon! ¡Ser compañero pirata!».

HS12-215_InBlog_EK_300x383.pngMarin no lo entendía. Por alguna razón, los desconocidos lo confundían con un pirata constantemente. La embarcación más grande que había pisado en toda su vida había sido una canoa. Aun así, podría suponer una ventaja seguirle la corriente. El kóbold conocería la zona y quizá podría robar algunas de las útiles herramientas que había perdido en el río.

«Sí. Eh, sí, señor. Claro que soy un pirata. ¡Estribor! Arrr, popa, ron y demás».

El kóbold pirata entornó los ojos y asintió, como si estuviera considerando la sabiduría que contenían las palabras de Marin, y luego esbozó una sonrisa que dejaba ver sus dientes separados. «Yo ser capitán Barbavela. ¡Bienvenido a la tripulación!».

HS12-092_InBlog_EK_300x383.pngBarbavela hizo un ademán exagerado con su mano de pico a un grupo variopinto de kóbolds vestidos de forma extravagante que apiñaban detras de él. Ninguno tenía la más mínima pinta de pirata, pero eso no parecía importarle a Barbavela.

«¡Volved al barco, canallas! ¡Vigilar túneles de gusanos violetas por babor!»

El grupo de «piratas» partió del bosque de setas y recorrió una serie de pasadizos. Los túneles de piedra natural por los que transitaban dieron paso a galerías con vigas de madera. Barbavela no dejaba de soltarle palabrería náutica a Marin, y estaba claro que Barbavela sabía incluso menos sobre piratería que Marin, que se preguntaba por qué el kóbold se hacía pasar por un pirata. La respuesta no tardó en llegar.

HS12-128_InBlog_EK_300x383.pngEntraron en una antigua caverna minera; parecía un punto neurálgico, pues de sus paredes se abrían otros túneles más estrechos. El espacio central lo ocupaba un enorme e imponente barco pirata abandonado, que se encontraba inclinado sobre la pared de la caverna. Grupos de velas encendidas arrojaban luz titilante desde las barandillas y mástiles, y un fulgor irradiaba desde las ventanas del camarote del capitán. Las velas fantasmales del barco y una bandera negra roída por las polillas (que mostraba una vela y tibias cruzadas, por supuesto) ondeaban gracias a una corriente de aire constante. Marin no podía imaginarse cómo era posible que un barco hubiese acabado allí, bajo tierra y a kilómetros del océano.

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Barbavela los condujo a bordo y los llevó al camarote del capitán. Poco quedaba de su grandeza de antaño, aunque, como era de esperar, las velas abundaban por todas partes. No había muchos muebles: una mesa de capitán, con una silla con aspecto de trono, y un cofre del tesoro deteriorado. Un mapa colgado en la pared llamó la atención de Marin. Tenía un dragón enorme dibujado y Marin había visto un mapa parecido antes. Sospechaba que trazaba el camino hacia la guarida de Vustrasz el antiguo, el dragón más poderoso y cascarrabias de las catacumbas, conocido tanto por su temperamento como por las innumerables riquezas que atesoraba.

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Barbavela clavó su alfanje en el dibujo del dragón en el centro del mapa.

«¡Tú unirte a la tripulación justo a tiempo!», anunció Barbavela con un resplandor frenético en la mirada. «¡Nosotros saquear el tesoro del dragón!».

«¡Y necesitamos un cebo!».

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«Ay, pobre Marin, que siempre va del caldero directo a las llamas», se lamentó el bardo. «Y cuando se trata de Vustrasz el antiguo, lo de las llamas es literal. Pero no os preocupéis, Marin es muy astuto. ¡Pronto averiguaremos cómo lidiará con el capitán Barbavela !». Los oyentes de la taberna vitorearon mientras golpeaban la mesa con sus jarras y zapateaban en el suelo.

El bardo le echó una mirada a su caldero de las propinas y se mostró un poco decaído. «Pero no tan pronto. ¡Es la hora de tomarse un descanso!».

¡Terminará en la cuarta parte!

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