Cuento de Warcraft: "El desafío"
Después de que varios jóvenes murieran al intentar completar los ritos om'gora, Thrall comienza a cuestionarse el valor de los desafíos. La nueva generación les da tanta importancia a la fuerza de combate y la destreza de batalla que arriesgan su vida para intentar realizar los ritos antes de estar preparados. Mientras camina por Orgrimmar con su familia, Thrall reflexiona sobre la preparación de su hijo para los ritos, recuerda su propia juventud y se pregunta cómo preparar a esta nueva generación para continuar con el legado que él y sus amigos comenzaron hace mucho tiempo.
El joven orco avanzaba como una sombra entre las palmeras.
La frontera de los Baldíos del Norte era un lugar hermoso: un sinfín de árboles repletos de frutos y el sonido de los pájaros cantores. El joven orco había oído historias de cómo el druida elfo de la noche Naralex y otros habían devuelto a esta tierra que una vez fue árida el esplendor deslumbrante que ahora tenía ante sí. Y, sin embargo, aquí imperaba un gran peligro, aun con todo aquel verde majestuoso y salvaje. Si uno sabía dónde buscar, podía encontrar cicatrices en la tierra: huesos viejos emblanquecidos entre marañas de hierba exuberante, espadas rotas y mangos oxidados de hachas de guerra. La tierra recordaba a los que habían luchado aquí. A los que habían sangrado y muerto aquí.
El orco esperaba un cementerio (así lo había descrito su padre), pero no le transmitía esa melancolía fúnebre. En cambio, con cada arma antigua, cada marca de fuego en los árboles más viejos, lo embargaba una sensación de asombro.
"Estoy recorriendo la historia de mi pueblo", reflexionó. No era el tipo de pensamiento que solía tener. Sentía el peso de la verdad como si estuviera al borde de una profunda revelación, tan cerca de ella como de la bestia a la que acechaba. Algo nuevo intentaba florecer en su alma.
Se subió a un peñasco agrietado y se puso en cuclillas, con las manos moviéndose sin darse cuenta hacia sus espadas. Estar a solas aquí era totalmente diferente de lo que había esperado. Mucho antes de salir de casa para la primera etapa del om'gora, había sentido exaltación en todas sus formas: La bravata que bullía en su pecho al anunciar a sus padres que estaba listo. La adrenalina de la caza. El regocijo de dar el primer paso hacia la aceptación. La esperanza de obtener la siguiente bendición. Pero ahora esos sentimientos se habían desvanecido. No habían desaparecido, sino que habían retrocedido hasta quedar en la sombra de su corazón y su mente. Había sentido que el cambio se producía lentamente. La anticipación del om'gora aún perduraba, pero el fuego que ardía en su interior se había apagado. El miedo todavía seguía ahí, por supuesto. Era joven, pero no tonto.
Lo que sentía ahora, sin duda, era una sensación de asombro. Posado en lo alto de aquella roca, con el viento susurrante, con los helechos presionando sus costados, con la mirada puesta en las fauces abiertas de las Cuevas de los Lamentos, sintió como si mil (no, diez mil) orcos estuvieran a su alrededor. Lo acompañaban, aunque la mayoría se habían perdido en el tiempo y la batalla. Sabía que algunos habían fracasado al intentar completar exactamente este rito, aquí en esta roca o en la espesa oscuridad de las cavernas.
Los sentía.
Él era como ellos.
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