Astuto como zorro: Parte 4
Marin se había unido, por pura casualidad, a la tripulación de un capitán kóbold lunático que planeaba despojar de su tesoro a un dragón antiguo y extrañamente enfurecido.
Lanzó una risa y el ritmo de la música se aceleró. Los corazones de todos los parroquianos se llenaron de alegría mientras pisoteaban y aplaudían al compás del laúd. Los dedos del bardo danzaban sobre las cuerdas mientras cantaba sobre sables afilados y hazañas épicas.
—Y aunque la avaricia del capitán cubierto de velas era una tentación para el alma de Marin, el papel que cumplía en esta travesura no le agradaba ni un poco. ¿La única solución? ¡UN MOTÍN!
¿Cebo? A Marin no le agradaba esa palabra. Su actuación de tripulante laborioso estaba por terminar. Veloz como aguijón de escórpido, Marin tomó la empuñadura del alfanje de Barbavela con una mano y con la otra le dio un puñetazo mientras desenvainaba el sable.
Barbavela se tambaleó y se tomó el hocico con dolor mientras intentaba desenfundar una espada que ya no tenía. Cuando entendió que había perdido su arma, el pirata kóbold intentó huir, pero Marin era muy ágil. Con destreza, saltó detrás de la cabeza del kóbold y lo interceptó con la punta del sable. Barbavela levantó las garras en señal de rendición.
—¡Ah! ¡Hundido!
Marin blandió su nuevo sable, hizo un saludo de duelista y se dirigió a la "tripulación":
—¡Escuchen bien, piratas cabeza de vela! ¡Esto es un motín! ¡Ahora yo estoy a cargo! —Apuntó el sable hacia Barbavela—. ¡Enciérrenlo en el calabozo!
La tripulación iba y venía con ansiedad, tratando de adaptarse poco a poco al súbito cambio de líder.
—¡VAMOS, APRESÚRENSE, RATAS DE SENTINA! —gritó Marin.
La tripulación obedeció a toda prisa y llevó a Barbavela a los empujones, mientras el pirata les lanzaba toda clase de insultos.
Marin esbozó una sonrisa y comenzó a saquear la habitación. No tenía planes de quedarse hasta que se cumplieran sus órdenes. Su actuación como pirata solo necesitaba durar el tiempo suficiente para arrebatar el mapa y cualquier otro botín que pudiera encontrar entre las pertenencias de Barbavela.
Unos minutos después, Marin abandonó el barco pirata con un alfanje nuevo en el cinturón, un mapa en la mano y un bolso resplandeciente al hombro. Marin sospechaba que el bolso podía contener más de lo que aparentaba.
Escogió una dirección, enrolló el mapa y comenzó a avanzar. Cuando quiso guardar el mapa en el bolso, sintió que algo lo obstruía. Era muy extraño... Cuando lo tomó parecía vacío... Hurgó en su interior, y al sujetar un puñado de tela suave... ¡su mano desapareció! ¡Una capa de invisibilidad! ¡Qué grata sorpresa, un tesoro aún mejor que el bolso! Con regocijo, se colgó la capa sobre los hombros, se ajustó la capucha, y se volvió invisible.
A medida que recorría el camino, las cavernas naturales se convertían en pasillos de piedra blanca tallada con esmero. Marin comenzó a comprender la geografía de las catacumbas, y los peligros que escondían. Aquí, los troggs habían establecido un reino. Más allá, crecía una guardia sinuosa de raíces enormes colmadas de fúrbolgs. En las profundidades más ocultas, quizás habitaba el dragón. Justamente, después de muchas vueltas y pasadizos ocultos, finalmente se encontró con un portal brillante que debería conducirlo hasta su destino. Marin reunió coraje y se adentró en la luz.
Mientras atravesaba el portal, sintió que el corazón le daba un vuelco. Y de pronto apareció en un reino de gigantes... Gigantes que habían abandonado su territorio hace añares y parecían haberse olvidado de apagar la luz.
Filas y filas de pilares blancos enormes adornaban un salón tan inmenso que podía albergar sin problemas un pequeño castillo. Las paredes estaban decoradas con bajorrelieves de un metal desconocido, y la mampostería despedía un resplandor misterioso. También había nichos, algunos con figuras que podrían ser estatuas guardianas y otros con figuras luminosas que parecían constelaciones
Marin notó la tensión en el aire, como si se avecinara una tormenta eléctrica, y se le erizaron los pelos de los brazos. Se sentía como un ratón que se escabullía por una mansión abandonada, acechado por un gato oculto. Marin se estremeció. Si podía elegir, siempre prefería ser el gato.
No le sorprendía que Vustrasz hubiera armado su guarida en la antigua morada de los titanes. Había pocos lugares en las catacumbas donde cupiera cómodamente un dragón rojo venerable. La guarida no estaba lejos, según el mapa. Marin solo tenía que escalar un aparato que parecía un modelo animado de las esferas celestiales y luego atravesar una ventana...
La ventana de arco daba a una cámara vasta, incluso más grande que el salón del que acababa de salir. Marin quedó deslumbrado por la brillante luz dorada. La cámara estaba colmada de pilas de monedas de oro, gemas brillantes tan grandes como su cabeza, armaduras y armas decoradas y un sinfín de tesoros valiosos. Marin pestañeó, invadido por la codicia y a la vez fascinado ante la belleza refulgente que tenía ante sus ojos. Tomó un collar con un rubí gigante y admiró el reflejo de la luz en la gema antes de ponérselo. ¡Había encontrado los tesoros con los que todo aventurero de las catacumbas soñaba!
Tuvo que contenerse para no correr y zambullirse en una pila de monedas. En primer lugar, sabía por experiencia que nadar en monedas era doloroso. En segundo lugar, Vustrasz, el antiguo, famoso por la fogosidad de su carácter y su aliento, dormía plácidamente en el centro de la cámara, sobre un montón de tesoros.
Marin se sintió decepcionado cuando advirtió que Vustrasz no era el único guardián del botín. El Rey Togwaggle vigilaba a una horda de kóbolds que, con mucho cuidado, ataban cuerdas a un cofre del tesoro monolítico. Era una desgracia que el pequeño monarca hubiera sobrevivido, y aún peor que apareciera para robarse el mismo botín que Marin quería birlar.
Y aun así, la presencia del rey kóbold quizás podía servirle como distracción...
Aprovechando el beneficio de la invisibilidad, Marin alzó la voz con seguridad.
—Ey, Togwaggle. Encontré el tesoro que buscabas.
Togwaggle jadeó y miró en todas direcciones. Lo reconoció y no puso evitar una mueca.
—Estúpido aventurero —siseó—. ¡Tú hacer demasiado ruido, despertar dragón y matar a todos!
—¿A todos? Lo dudo. ¿A ti y a tus secuaces? ¡Eso sí! —Marin se acercó a la cabeza del dragón y gritó—. ¡Antiguo Vustrasz! ¡Soy tu sirviente humilde y virtuoso, Marin, el zorro! ¡Despierta y escucha mi advertencia!
El dragón ciclópeo se volteó en su cama de monedas. Los kóbolds empezaron a tirar de las cuerdas con desesperación.
—¡Humano estar loco! ¡Tomar tesoro y escapar, idiotas! —exclamó el Rey Togwaggle.
El dragón se movía, pero no despertaba.
Marin probó con otro plan. Se quitó la capucha para perder la invisibilidad y golpeó el hocico del dragón.
—¡Eh! ¡Vustrasz! ¡Ladrones! ¡Hay ladrones en tu pila de tesoros!
El gran ojo dorado del dragón se abrió de golpe. Marin había oído que los dragones rojos eran sabios, y que era poco probable que rostizaran humanos al verlos. No obstante, comprendía que estaba demasiado cerca de esa dentadura afilada que podía devorarlo en un instante. La pupila gigantesca del dragón se contrajo y se clavó en Marin, que apuntaba en dirección a los kóbolds con una amable sonrisa.
El dragón se alzó con esfuerzo, y las gemas y las monedas volaron por los aires mientras Marin intentaba refugiarse.
—¡Ladrones! ¡Saqueadores miserables! —rugió el dragón—. ¡Pagarán por su codicia!
Los kóbolds se dispersaron aterrados. El dragón se abalanzó en dirección al cofre, lo sujetó con las garras y lanzó un torrente de llamas en dirección de los kóbolds que intentaban huir.
—Sí, eso es perfecto —se dijo Marin, y comenzó a tararear feliz al son de chillidos, rugidos y llamas. Dio una vuelta por el botín enorme, tomando tesoros y guardándolos en el bolso, que resultó que sí podía contener más de lo que aparentaba. Estaba a punto de escapar cuando vislumbró algo que lo dejó sin aliento: ¡la silueta inconfundible de la Matamiserias entre una pila de monedas de oro! ¡No podía creer lo afortunado que era!
El dragón no tardaría en acabar con los kóbolds, pero era un riesgo que valía la pena. ¡No podía dejar pasar el hacha! Sin embargo, escalar una montaña de tesoros es más difícil de lo que parece. Cuando estaba a unos pocos pasos de su meta, Marin escuchó el silbido de las alas inmensas, y una enorme figura de escamas rojas invadió toda la vista. Vustrasz había aterrizado justo entre Marin y el hacha.
—Gracias por la advertencia, hombrecito —resonó la voz del dragón. Agachó su gran cabeza para mirar a Marin a los ojos—. Para ser uno de los tuyos, eres bastante respetable. ¡Apenas te has robado algo!
Marin no movió ni un músculo, mientras una gota de sudor bajaba por su ceño. El dragón se divertía con él.
—¿Eh? ¿Qué es esto? —Vustrasz se estiró y le quito el bolso a Marin del hombro. Colgó la bolsa entre sus garras enormes con una delicadeza sorprendente, y luego la sacudió. Tintineaba. El dragón movió una de sus garras rápidamente y cortó el bolso. Los dos admiraron la cascada increíblemente larga de monedas, gemas y otros tesoros.
—¿Mejor me retiro, entonces? —chilló Marin.
—Creo que sí —retumbó la voz del dragón, que empezó a tomar aire lentamente...
Marin se puso la capucha y se volvió invisible, una sorpresa para Vustrasz. En lugar de acertarle a Marin, el dragón incendió con un torrente de llamas el lugar donde el zorro acababa de estar.
—¡Revélate, maleante miserable!
Marin no se mostró. En lugar de eso, tomó un escudo mientras corría, lo apoyó sobre las monedas, y se subió a él. Se deslizó por las altas colinas de tesoros como si condujese un trineo en la nieve.
El escudo revelaba la ubicación de Marin. Pronto oyó otro rugido ensordecedor cuando Vustrasz lanzó una nueva bocanada de fuego. Gracias a sus reflejos casi milagrosos, Marin tomó los extremos de la capa y la estiró como si fueran las velas de un barco para aprovechar la onda del impacto. Aun así, casi pierde el equilibrio. Marin luchó con desesperación para mantener el escudo a sus pies mientras la ola de viento ardiente lo alejaba de las llamas con una velocidad increíble.
Con una combinación de habilidad y suerte, Marin guio el escudo a través de los tesoros hasta una puerta abierta, por suerte demasiado pequeña para el dragón. Salió despedido de la grieta como el corcho de una botella, arriba del escudo que derrapaba por el piso de piedra suave. En el momento en que su transporte improvisado perdió velocidad, saltó y corrió hasta quedarse sin aliento. Y siguió corriendo. Después se arrastró y se escondió. Solo cuando estuvo seguro de que el dragón ya no lo perseguía, se dio el lujo de detenerse y admirar su suerte. Estaba chamuscado y casi sin botín, pero seguía vivo. ¡Y después de enfrentarse a un dragón! Un día excelente.
Aunque su misión no había sido un éxito rotundo, Marin se consolaba pensando que no era el fin de su aventura. Al contrario, ¡apenas comenzaba! Era hora de regresar a la taberna y reunir a Roblezón y al resto de su hermandad. Los kóbolds, las catacumbas y ese tesoro glorioso, tan glorioso, lo esperaban.
El bardo hizo una reverencia y la taberna estalló con gritos de alegría. Apenas tuvo tiempo de regocijarse con el reconocimiento, pues al poco tiempo todo volvió a la normalidad: los juegos de cartas comenzaron de nuevo, circulaban las bebidas y se escuchaban risas amistosas por doquier.
Satisfecho, el bardo guardó su instrumento en su estuche de cuero gastado. Le gustaba ver a la gente feliz, y adoraba contar historias disparatadas allí: el público siempre lo recibía cálidamente y la bebida deliciosa se servía bien fría. ¡Hora de contar las propinas!
Revisó el caldero y, por primera vez en toda su carrera de trovador, se quedó sin aliento. Entre el oro, la plata y el cobre encontró un collar dorado adornado con un rubí enorme. Al instante, buscó al dueño de esa propina entre la multitud de la taberna, pero por supuesto fue inútil. El bardo comenzó a reírse.
Luego rio un poco más. Y su risa resonó durante largo tiempo.